24.4.06

SOLTAD A BARRABAS

agustina


Por el Tajo y el Pisuerga,
han corrido los franceses,
pero en el Ebro han servido
de comida para peces...

“ran, ran, ran, ran” (bandurria). Jota del río






En la campiña Zaragozana. Verano de 1808.

El antiguo sargento de la Guardia de Corps se seca el sudor.
Su coraza resplandece. Está fuera de lugar, parece de otra época, nadie va a la guerra con uniforme de gala. El pulido del casco hace que el sol del verano emita destellos que divierten la atención del fétido olor a muerte que llega a la campiña.
- ¿Porqué habríais de luchar? –
El viejo soldado mira a los campesinos y se dice a sí mismo:
“- ¿Y qué coño le cuento yo a estos? – “


Finales de 1807, en la alcoba real.


Imagínense a una vieja madame de prostíbulo urbano con retención de líquidos. Imagínense a una gallina estreñida con aires de dueña de corral. Imagínense, tal como la pintó Goya, a una reina de rollizos brazos, fofa estructura corporal, papada, y aún así, con la cara escurrida sin ser flaca. Vean una nariz bulbosa flanqueada por ojos hundidos y calculadores. Vean unos labios finos en perpetuo rictus que de sonreír darían miedo. Maria Luisa de Parma, reina de las Españas, esposa de Carlos IV: ¡Presente!.
Repantingada en la cama agita las varices de sus gelatinosos muslos. Un fino viso deja entrever un entrecano pubis mientras se abanica despreocupadamente y sueña en voz alta.
- Va a haber pastel para todos. ¡Bendito el día en que nos aliamos con Francia!. ¿Te has fijado en como se merienda Europa?. ¡Nos pagarán esos puritanos diez Trafalgares juntos!. – Lo que parece una mueca de asco, pretende ser un travieso gesto de complicidad. Interrumpe su ensueño y le dice:
- No te estés ahí como un imbécil, ¡dame un masaje en los pies!. – Cierra los ojos y continúa proclamando sus fantasías.
- La cosa no quedará en el reparto de Portugal y sus colonias, no señor. A la sombra de Napoleón le daremos dentelladas a las posesiones Británicas, Holandesas... El Imperio Otomano no será un problema, ya caerá a su debido tiempo, Bonaparte sabe que le conviene nuestra alianza. Sí, es producto de la Revolución – comenta encogiéndose de hombros - , pero ha retomado el rumbo, ha abandonado el aire rudo y sin clase de antaño para darle a Francia un tono imperial y señorial. El mundo, querido, conquistaremos el mundo. ¿Qué te pasa Manolito que no dices nada?. ¡Bah!, deja mis pies, si no estás a lo que estás mejor no hagas nada.
Manuel de Godoy se halla en la medianía de su vida. Bajo su mirada soñadora de niño que nunca ha roto un plato se esconde un hervidero de ambiciones y dudas. Tras la desventajosa Paz de Basilea, más de dos lustros atrás, fue nombrado Príncipe de la Paz. Hoy parece que aquello está dando sus frutos, pero algo le dice que no es oro todo lo que reluce y que jugar en el casino con un Corso manejando la banca...
La chimenea crepita fulgurante, así como los dos braseros que han llevado a la estancia a rivalizar con una sauna. Godoy sabe que es cosa de la arpía, para que le moleste la ropa. Si Felipe II viera el derroche de calorías dispuesto, los expulsaría en paños menores, y a pesar del invierno, los obligaría a hacer en penitencia la ruta Pinto-Valdemoro. ¡Que forma de profanar el espíritu del Escorial!.
- Hay que andarse con cuidado – dice con demasiada seriedad el de la Paz -.
- ¡Ja! – Maria Luisa se sorbe los mocos con fuerza – Eres un timorato. ¿De qué tienes miedo?.
- El embajador Izquierdo tiene sus reservas. Napoleón no mueve ficha si no es para su provecho, y permitirle que sus tropas atraviesen España para ocupar Portugal es peligroso.
- ¡Claro! – la reina mira al Valido como si fuera idiota - ¿Y cómo vamos a llevar una operación conjunta si no es de ese modo?. ¡Por favor!, te creía con más miras. ¡Pero si hasta vas a tener un reino propio en una parte de Portugal!. ¿Tan mal suena Rey de los Algarbes?. Perdona que te lo diga, cariño, pero tu madre hubiera firmado con tal de que llegaras a Coronel.
Godoy no trasluce sus emociones. En un momento de debilidad ve a los Borbones españoles siguiendo la estela de su rama francesa. Manuel de Godoy, Protector de España. Su Alteza el Príncipe de Paz... Emperador. Su lado práctico le da una bofetada. No es un militar brillante, tan sólo un ex-Guardia de Corps de cartón. España, ni es revolucionaria, ni le encumbraría jamás al puesto del maldito Corso; los españoles le odian, y además a muerte. No, nunca será el homólogo del Emperador francés, sus cartas las tiene que jugar con la monarquía. Siente escalofríos al ponerse en el lugar de Napoleón. No se imagina por que estaría el francés interesado en apoyar a una Casa Real, que a la postre, es hermana de los Borbones decapitados en Francia. Hay gato encerrado y las cosas no pueden ser tan bonitas como para ser verdad.
La puerta se abre sin brusquedad. Es una educada apertura que da tiempo a los presentes para recomponer el decoro. No hacen ni el más mínimo movimiento en ese sentido, saben que quien entra es la lechuza. Su nariz de patata llena de arañas vasculares advierte al mundo que no hay vino que no corra peligro en su presencia. La redondez de facciones no oculta la majestad del Rey Ciervo. Estamos ante el punto de inflexión que caracterizará la mirada Borbónica por excelencia. Es a la Perspicacia lo que la vaca a la Gracia. Es un orondo “tentetieso” , al que si lo golpeas en el cogote, le harás dar con la nariz y la nuca contra el suelo en movimiento perpetuo. En la mano derecha tiene el trofeo que ha obtenido en su jornada de caza. Se lo enseña a la Reina, pero ésta lo ignora. Acto seguido se lo muestra al Valido, que más prudente, hace un fingido gesto de aprobación. Ante este reconocimiento, Carlos IV esboza una sonrisa simplona de satisfacción. Como todos los días desde hace muchos años, el monarca se dirige hacia sus habitaciones para dormir. Mañana hará exactamente lo mismo: desayunar, cazar, comer, cazar, cenar, cagar y dormir.
- El Rey ha cazado un conejo – dice Godoy enarcando las cejas.
- ¿Un conejo?, no te has fijado bien, será una liebre. ¡El Rey cazar un conejo! – Maria Luisa se parte de la risa.


En la campiña Zaragozana. Verano de 1808.

Carlos Saldaña sabe que tiene poco tiempo para convencer a los campesinos de que no huyan. El no tener noticias de Palafox ha inquietado a algunos lugareños, y si empiezan a marcharse, la cosa se va a poner cruda en Zaragoza. El pánico es una de las enfermedades más contagiosas. El Tío Jorge le acompaña para ayudarle en su empresa.
Subido a uno de los innumerables tocones del olivar ( la mayoría de los árboles habían sido talados para hacer barricadas ), el ex-sargento comienza su discurso:
- ¡Campesinos!, no hace ni medio año que os sentíais tranquilos en vuestras tierras. Tengo que reconocerlo, yo no. ¿Porqué no abandoné mi cargo en la Guardia de Corps hasta hace pocos meses?. Tal vez por inercia. Quiero que sepáis que hemos sido víctimas de una traición.
Los agricultores están ceñudos, no sueltan sus atillos ni sus bártulos, parecen decididos a tomar el camino de los Pirineos.
- Por la ambición desmedida de Godoy y nuestros monarcas, nos embarcamos en una infame conjura contra nuestros vecinos de Portugal. Caímos en la trampa, las tropas que Napoleón envió a través de nuestra patria habían venido para quedarse. Estaba claro desde el principio, pero la cobardía y la ambición, sobre todo de una reina obscena, cegaron a nuestros reyes. – Carlos Saldaña mira a su público, pero no ve en ellos la más mínima acogida.
- Algunos sabréis que tras el llamado motín de Aranjuez, Carlos IV abdicó en favor de su hijo – nadie de los congregados pone cara de estar al tanto. – El rey cobarde cedió por temor a su integridad física – continúa - , no sería la última vez. Napoleón aprovechó esta doblez y le llamó a Bayona para devolverle el poder. Se las apañó para que conforme el General Murat se aproximaba a Madrid para enseñorearse de la Villa, Fernando VII fuera también a Bayona. Los antiguos dueños de España salían de su país, los nuevos penetraban en ella.
El Tío Jorge le mira y le hace señas de que la está cagando. Carlos Saldaña y su republicanismo sobrevenido hacen caso omiso.
Se mesa sus blanca y enormes patillas y prosigue con su diatriba política:
- Bonaparte convence a ese alfeñique sin voluntad de Fernando para que le devuelva el cetro a su padre. ¿Podéis creer lo que hizo el miserable de Carlos IV?, le dio directamente y tal y como suena, el Reino a Napoleón para que dispusiera de España a su antojo. Su hermano José es ahora, o pretende ser, el monarca de las Españas. Ni posesiones en Portugal, ni sus colonias, ¡nada!. El Príncipe de la Paz se pavoneaba hace menos de un año de que con la Paz de Basilea y el posterior acuerdo de Fonteneblau nos traería la Paz y el engrandecimiento de España. Nos ha traído la guerra y la ruina. De nosotros depende que en el futuro nos la vuelvan a clavar. Si no luchamos hoy en Zaragoza, las tropas Bonapartistas llegarán finalmente a los Pirineos. ¿Y a dónde vais a ir para libraros de los franceses?, ¿A Francia?.
Cuando la gente empieza a tomar el camino de la huida, el Tío Jorge, hombre iletrado pero de vivo seso y mejor psicología decide intervenir.
- ¡Eh vusotros!. Vamos a ver. Toda España está en llamas. Los de Asturias han sido los primeros, tras los sucesos de Mayo en Madrid, en plantar cara a los franceses. En Andalucía lo mismo y en el Somontano los catalanes les han hecho correr. ¿Semos menos que ellos?. Van a venir en nuestra ayuda voluntarios de Lérida, ¿queremos que digan que los de Zaragoza semos unos cagaos?. ¿Quién tiene más güevos, los payeses o los baturros?.
Los maños están enfurecidos. ¿Se atreverán los vecinos a decir que los de la Virgen del Pilar son unos mierdas?. La gente empieza a recuperar su autoestima y explota en un grito de ¡ mueran los franceses!. Ya se han olvidado de la amenaza del General Verdier que les conminaba a capitular o ser pasados a cuchillo.


En Bayona, finales de Abril/primeros de Mayo de 1808

El comedor está presidido por el Emperador. Napoleón ha dispuesto que su asiento esté más elevado que el resto. Ya de por sí no es muy alto, pero no sabe hasta que punto ha podido ser un error el apaño. Al no llegarle los pies al suelo el peso de sus posaderas cae sobre la silla y sus almorranas le hacen poner una enorme mueca de desagrado.
- Mi querido y “hermano” Fernando, os he reunido con la familia para que selléis de una vez vuestras diferencias. Francia es la mejor aliada de España. Tu padre me ha contado como le forzasteis a abdicar. Lo mejor es que le devuelvas el poder y todo vuelva a la normalidad.
Fernando es tan cobarde como su padre. Napoleón se ha encargado de que sepa que su intención es quitar a los Borbones del trono de España. Están ante una charada que sólo va a ser una mera puesta en escena.
- ¡Deberías ser decapitado! – le suelta de pronto su iracunda madre. - ¡Maldigo a mis entrañas mal hijo!.
La razón principal de la ira de Maria Luisa fue el trato que Fernando le dio a Godoy. El emperador lo ha puesto a salvo y todo lo demás le importa un bledo.
Fernando se levanta e intenta, a pesar de su carácter pusilánime, un último intento de evitar el desastre.
- Papá, estoy decidido a devolverte el trono si regresas a Madrid para que las cosas vuelvan a su cauce.
Carlos IV no sabe que decir, todas las decisiones las toma , o bien Godoy, o bien su mujer. Como quien tiene las armas y quien es heredero de una revolución que decapitó a sus primos franceses es Bonaparte; le pide permiso al Corso con un gesto estúpido de barbilla.
Napoleón aprovecha para ponerse en pie y librarse del dolor de sus posaderas. Sonriendo de forma beatífica asiente.
Entran en la sala veinte soldados armados. El capitán lleva dos pliegos. El primero es la renuncia de Fernando VII en favor de su padre, el segundo contiene la entrega de la corona a Napoleón por parte de Carlos IV. El capitán se equivoca de pliego y le entrega la hijo el documento que después acabará firmando su padre. A Fernando le tiemblan las piernas ante la soldadesca. Con una voz que no le llega al cuello dice:
- Señor capitán, perdone que le importune, pero este documento es para mi papa. Yo firmaré el otro primero.
Napoleón no aguanta más y explota en carcajadas junto con la tropa. La charada se ha salido de madre pero da lo mismo, esos mierdas la representarán hasta el fin con tal de conservar sus reales cabezas junto a sus infames cuerpos.

En la campiña Zaragozana. Verano de 1808.


El sargento Carlos Saldaña tiene ante sí una nueva compañía formada con los baturros que el Tío Jorge ha convencido para quedarse. Le jode sobre todo que su discurso no haya tenido éxito y que hayan sido los sentimientos más bajos de competitividad regional lo que les haya infundido valor. No renuncia a imbuirles ardor republicano. De cualquier modo, no todo son desgracias, después de décadas de sargento chusquero se ve ascendido a capitán de una compañía. Baturra, eso sí, pero no deja de ser una compañía y con un poco de suerte puede ser engrosada a nivel de batallón. Aún acabara de comandante, o ¿quién sabe?, de coronel de un regimiento.
El ahora capitán tiene formada a su tropa. Tres sargentos y un teniente valón instruirán en los rudimentos básicos de la milicia a sus hombres.
- ¡Soldados!, la situación parece desesperada. El monte de Torrero, donde teníamos nuestros principales depósitos de pólvora , ha sido tomado por los franceses. No pasa nada, de todos modos, los molinos de pólvora que estaban en Villafeliche también los ha capturado el enemigo, el Barón de Versage no llegó a tiempo desde Calatayud para impedirlo. La fabricaremos con el salitre que podamos extraer de la arena de las calles, el carbón de las cañas del rió y el azufre de las boticas. ¡Bajaré al infierno si es preciso!.
El teniente valón mueve negativamente la cabeza, pensando con razón, que cada vez que este gilipollas abre la boca, lo que consigue es que cunda el pánico.

En Zaragoza 3 de Agosto-13 de Agosto, en los parapetos de la antigua muralla romana frente al hospital Nuestra Señora de Gracia.

De Madrugada, una mortífera cortina de artillería se derrama por todas las puertas de la ciudad. Muchos piensan que el ataque tendrá lugar por la puerta del Portillo y la Aljafería. Realmente el general Verdier está escarmentado y ha decidido irrumpir por la puerta del Carmen, para una vez tomado el Coso, adueñarse de Zaragoza.
Puestas en desbandada las defensas del Carmen, los franceses avanzan hasta el hospital de donde se dan a la fuga los heridos con capacidad para moverse. Desde su posición, el Capitán Saldaña observa como los locos de la primera planta son los únicos en resistirse. Eso sí, a su modo, saltando por la ventana y con suerte cayendo sobre un francés. Para frenar el asalto intentará cruzar la calle para defender el hospital. Esta vez aplica la psicología del Tío Jorge; sus hombres están demasiado asustados.
- Soldados, que no se diga que nuestra compañía es menos valerosa que cuando la mozuela de Agustina Zaragoza retomó la posición de artillería de la puerta del Carmen.
La sección del teniente valón es la primera en abrirse paso hasta el hospital. El capitán va en la segunda sección y a mitad de camino ve como un regimiento francés completo, de cerca de dosmil hombres, baja desde la puerta del Carmen a la carrera y con la bayoneta calada hacia ellos. Tendrán que replegarse al Coso para resistir.
- ¡Teniente!, ordene retirada, nos refugiaremos en las calles del Coso. Si nos quedamos aquí nos destrozarán por detrás.
El teniente pasa la orden a su sección. Los baturros están heridos en su amor propio. Se ven con capacidad para acabar con la resistencia de los pocos franceses que de momento se acantonan en el hospital. Se niegan a obedecer. Con las tres secciones restantes, camino de las calles adyacentes al rió, oye la fusilería del regimiento francés destrozando a su sección. Ni uno de los sesenta baturros sobrevive a los dosmil fusiles.


En pocos días, lo que parecía un desastre para Zaragoza se vuelve contra los franceses. Consiguieron llegar hasta el Coso, pero una vez allí, se encontraron con tal suerte de barricadas y fuego cruzado desde los edificios, que sus bajas eran mayores que en sus peores ataques en las afueras de la ciudad. Palafox, por fin, había llegado con los esperados refuerzos y los franceses estaban al límite de su resistencia. El día trece, junto con la llegada de una división más desde Valencia, el General Verdier, herido y ultrajado, da la orden de retirada.
El griterío en Zaragoza es de absoluto Júbilo: ¡Viva Palafox!, - “ aunque se las ha apañado para estar fuera cada vez que esto se ponía negro, pase – piensa el finalmente comandante de un batallón, Carlos Saldaña “ - , ¡Viva Fernando VII! – “ ¡Pero si es él y su puta familia quien nos ha vendido! – está a punto de vocear “. Después de reflexionar decide gritar para desahogarse y aunque nadie le entienda:

- ¡Eso, y después soltad a Barrabás!.

5.4.06

ERRAR ES HUMANO

63704diablillo azul

Aquel que viere,
entre la espesa bruma,
el contorno extraño,
de tres mujeres,
no tendrá duda,
de que en esa barca,
lo que le viene,
son las tres parcas.

Las ruedas chirrían en la curva, el asfalto está mojado. Un camión que viene de frente le deslumbra con sus luces. Es posible que todo quede en un susto. Armando Luengas conduce un Audi y sus frenos tienen sistema antibloqueo inteligente. Su máquina, además, es una maravilla de la técnica: GPS, ARS, JPS, VTS, KKK, XXS, y el chisme que hace “ping”. ¡Lástima de subcontratas!, ¡lástima de trabajadores desmotivados!, ¡lástima de recortes en la supervisión de acabados!.
Pisa a fondo el freno con confianza fanática en su desembolso económico y propaganda televisiva. Una niña tan mona sería incapaz de mentirle... a él. Cuando gira discretamente el volante para salir de la trayectoria de colisión se oye un crujido sordo. El automóvil, con indolencia y a cámara lenta, decide hacerle una visita a los bajos del Pegaso.


- ¡No me vendáis burra vieja ni me amenaces, alguacil!.
El diablillo mira al sulfurado quejica, al perpetuo impertinente, con cara de hastío y enfado.
- ¡Vamos a ver, Paco!, no sigamos faltando que no nos conocemos de ayer. Te ha tocado a ti y punto. Si tienes alguna queja se lo dices al Jefe, yo soy un mandado.
El personaje patizambo y gruñón hace un gesto de implorar asistencia de las alturas. Cuando se da cuenta de su estupidez agarra el cuaderno que le ofrece el diablillo y suelta:
- ¡Por que yo quiero!, esto lo hago por que a mi me da la gana y es la última vez.
- Seguro... – responde el diablillo.


Armando Luengas se ve a sí mismo entre el amasijo de hierros. La sirena de la ambulancia no se hace esperar. Un pestañeo y se encuentra en mitad del asfalto como lelo. Los bomberos sacan los restos destrozados de lo que fuera su persona. Todos están muertos – dice uno – mientras se enciende un cigarrillo y bromea con otro. Se desvanecen de la escena y queda el pobre Armando en la negrura de un bosque. Si lo que ha visto es cierto, está más muerto que Roxana; la tortuga de tierra que tuvo de crío.
Probablemente sea mentira y se encuentre en coma. Probablemente sus airbags y carrocería de tecnología alemana hallan limitado los daños. No iba tan rápido en esa curva después de todo. Sonríe por que en el fondo sabe que ha tenido suerte. Su primo tuvo un infarto y le ingresaron en el hospital. Después las cosas se le complicaron y lo llenaron de sondas, tubos y artilugios horribles. El, al menos, no se enterará de todas esas perrerías.
Siempre ha sido un hombre práctico, si está alucinando se resignará a disfrutar de la alucinación. Trabajando en la Administración se hizo de un sindicato para medrar un poco, y tras aprobar las oposiciones y tener plaza en propiedad, rápidamente consiguió que le adjudicaran el complemento específico B y no se qué productividad. Claro, que por sentido práctico se casó también con su novia Irene, la hija del dueño de una empresa de lavavajillas, y ahora es subdirector. Apenas dos meses han pasado desde que hiciera la renuncia permanente a su puesto en el Ayuntamiento. Una vez asegurada su posición en la empresa, se pudo permitir el lujo de renunciar a la vida de “pringadete” funcionario que tanto le costo... Bueno, los del sindicato eran los encargados de realizar el temario para la oposición y el era enlace sindical.
Quiere hacer como cuando de niño era consciente de estar soñando. Se aprovechará de la situación para dejarse volar y planear por los mundos aleatorios que Morfeo le regale. Va dando saltos por un caminito de tierra flanqueado por sauces llorones. Sus botes son suaves y le parece planear. Sabe que es de noche pero todo está envuelto en una inquietante luminosidad. Poco a poco le va aburriendo el trayecto, es hora de cambiar. Toma dirección hacia la espesura y conforme aumenta la frondosidad y variedad de la flora, va notando que una agradabilísima sensación de frescor le envuelve con suavidad.
Junto a un pequeño lago al que va a morir una graciosa cascada, hay una escalera de piedra que serpentea hacia un valle. Una vez que está en la corona de la escalinata, se percata de que la distancia es enorme. Al fondo, a un kilómetro a lo lejos, se adivina su fin, penetrando como una autopista en un túnel. Decide bajarla a saltitos cual libélula borracha.
En el primer salto nota como se le quiebran los tobillos y es invadido por un dolor espantoso. Rueda y rueda por la pendiente escalonada, fracturándose un hueso distinto con cada golpe. Cuando llega al final, frente al túnel, es una masa informe, sanguinolenta y boqueante. Varios arrebatos de tos hemoptóica le hacen perder el sentido.


- ¿A dónde vais tan malhumorado? – pregunta una lasciva y vieja desdentada.
- A por un demonio, hoy mercader de lavaplatos, otrora escribano indolente y cudicioso. – responde don Paco.
- ¿Y no os gustaría pasar un rato a mi morada para solazarte un poco y descargar furias?
- ¡Callad ya, vieja arpía!, que lo último que necesito es el aliento de un sapo prediluvio y sin dientes.
- ¡ Los perdí por coz de yegua, que no por edad!. ¡Yo aún soy moza joven y de carnes prietas!. – grita al desdeñoso personaje que se aleja menos cojo que de costumbre.
- Moza, moza, como la gallina del cocido de la fonda “Los dos sables”, que la conoció mi abuelo y aún el abuelo de éste - le grita desde la distancia.


Armando despierta con todo el cuerpo dolorido pero aparentemente recompuesto. Las fracturas abiertas han desaparecido y el cuello ya no está doblado contra natura. No entiende lo que le ocurre y se está empezando a acojonar. Al ponerse en pie, mira la entrada del túnel en la falda de la montaña. Al igual que la ciudad de Petra, en Jordania, hay un pórtico labrado en la pared, sólo que éste es de estilo gótico. No tiene humor para hacer apreciaciones artísticas, ni sobre los innumerables arcos ojivales superpuestos, ni las horrendas figuras que le desprecian desde el tímpano. Las jambas están retorcidas cual fustes salomónicos y dan las sensación visual de estar en movimiento. No obstante, al tocarlos reconoce que es pura ilusión.
Sabe que no le queda más remedio que adentrarse en la vía tenebrosa. Duda unos segundos y razona: “¿estás loco?. Vete de aquí echando leches. Aléjate de esta locura.”. Gira sobre sus talones y en el mismo momento en que va iniciar la marcha, todo cuanto le rodea, salvo la entrada a las tinieblas, se hunde hacia el abismo. Sólo tiene dos caminos: entrar en la boca del lobo o precipitarse a un incierto vació. “¿Y si acabamos con todo y nos lanzamos hacia la nada?” – piensa.
Pero el instinto de supervivencia es muy fuerte. Todavía recuerda el dolor de su despeño por las escaleras. Suspira y entra.
No es consciente del momento exacto. Está caminando entre columnas Corintias, pero sus capiteles no son hojas de acanto si no grotescas poses subhumanas y demoníacas.
Independientemente del lugar al que dirija la vista, sólo hay columnas. Es un mar infinito de pilares que parecen soportar una pesada niebla. La luz emerge de todas parte y ninguna. Realmente es como un sueño, salvo el detalle del dolor. Es consciente de que si golpea su cabeza contra la piedra, sangrará. Sangrará su cabeza, por supuesto.
- ¿Tendría la bondad de acompañarme, caballero?.
Armando Luengas se cae de espaldas del susto. Frente a él se encuentra un sujeto vestido de negro, como de otra época. A ese tipo lo ha visto en algún sitio pero no lo ubica. Tiene una media melena crespa y entrecana. Detrás de unos lentes brillan unos ojos maliciosos pero burlescos y otro tanto podría decirse de su boca. Sus bigotes están atusados con cierto descuido y la pequeña perilla parece una tira de terciopelo postiza.
- ¿Qué-qué pasa? – logra incorporarse superado un repentino tirón en los riñones.
- Permítame que me presente. Soy hijo de don Pedro Gómez y María Santibáñez.
- ¿Señor Gómez Santibáñez? – Armando creía que le sonaba pero ahora ve que no.
- Ejem – carraspea la aparición – Acostumbro a firmar como don Francisco de Quevedo y Villegas. Si no tiene inconveniente, le ruego que me siga.
- ¡Ah!, ¡Coño!. Tu eres Quevedo. – dice alegremente al reconocerlo.
Quevedo enarca sus cejas con suficiencia.
- ¡Claro!, el pintor... – dice por fin
A Quevedo casi se le caen los quevedos al suelo.
- ¡Soy uno de los mejores , o el mejor – añade más bajo - prosista, poeta y ensayista del siglo XVII! – truena con voz profunda.
- Eh... ya – se sonroja Armando Luengas.


El trayecto lo realizan en silencio. Finalmente, aparece una puerta simple y de pomo redondeado. Una vez traspasada, llegan a una calle anodina, con edificios contemporáneos y grises; los típicos de cualquier ciudad de nuestros días. La única salvedad y extrañeza es que no hay nadie por sus calles.
Los portales tienen número, pero no hay letreros por ninguna parte. Los bajos están vacíos, sin comercios. La sensación es de provisionalidad absoluta. El asfalto de la calle principal no está ni demasiado cuidado ni lo contrario. Algo no cuadra pero da el pego.
- Aquí es – dice Quevedo de forma neutra.
El portal es gris y con plúmbeas escaleras. Pasan del entresuelo al primer piso. Quevedo abre el cuaderno y de una de las anillas del mismo pende una llave vulgar. Abre la puerta, el primero izquierda, y franquean la entrada. El recibidor tiene un soso reloj de pared sin manecillas. Una habitación a la derecha da a un sobrio despacho estilo años setenta. Quevedo se aposenta en la butaca tras el escritorio.
- Siéntese – ofrece.
Armando se sienta en una de esas sillas de diseño “funcional”, y que fueron proyectadas con tal arte, que el culo se hunde y la circulación de las piernas se corta en el hueco poplíteo de las rodillas.
Quevedo se ajusta sus anteojos.
- Armando Luengas, nacido en Zaragoza el dos de Mayo de 1968. Estado Civil, casado. Subdirector de la empresa Pláspedes S.A. y antiguo funcionario del Ayuntamiento de Madrid. ¿Correcto?.
El pobre hombre agita su cabeza en lo que parece un gesto de asentimiento.
Quevedo deposita sus lentes sobre la mesa y se descongestiona los ojos, como si se desprendiera de unas inexistentes legañas.
- ¿Sabe dónde está? – le pregunta.
Armando se mira los zapatos y reponiéndose contesta:
- Estoy en coma, probablemente en el Gregorio Marañón de Madrid.
El poeta se levanta y camina por la habitación con sus manos a la espalda. Don Francisco se coloca delante del sujeto y sin mediar aviso ni señal, le endiña un bofetón que le precipita contra el suelo.
- Error- dice tranquilamente – La mentira es un feo vicio que nos empequeñece, ya que escondemos nuestra persona tras un bufo velo de palabrería , la mayor parte de las veces transparente, que nos reduce al tamaño de inseguras criaturas que se avergüenzan de su propio ser – proclama con docta ciencia.
Da unos pasos más y vuelve a cuestionar:
- ¿Sabe dónde está? – le hace el gesto de que vuelva a su asiento
Haciendo un amago de pucherito infantil del que se va a poner a llorar ,y a duras penas, levantándose y volviendo a ocupar su lugar, responde:
- No señor, no sé donde estoy – su mirada cabizbaja da grima. El de Villegas no puede reprimir cierta mueca de asco.
- Eso está mejor. Si no se es sincero, ¿qué objeto tiene cualquier conversación?. ¿Cree que me gusta perder el tiempo?.
El silencio incómodo que sigue es roto por el vuelo de un moscardón. Quevedo abre la ventana y lo espanta.
- Prosigamos... Mire joven, disculpe la agresión, pero ha de entender que los embustes son traicioneros. Mi persona, sin ir más lejos, siempre se ha escudado en una cojera medio cierta. Esa situación me ha permitido salir airoso de más de un acontecimiento... llamémosle peligroso. También, todo hay que decirlo, ha untado mi vanidad, pues fingiendo ser más lisiado de lo que soy, he logrado sorprender y empequeñecer a más de un engreído. ¡Qué se lo digan a Narváez!, maestro de espadas – masculla con sorna - , ¡Bah!. Pues lo que le digo, desde que estoy aquí, en ocasiones, tengo la sensación de arrastrar una bola de hierro de doce libras con ella. Justo castigo por mi simulación.
Taladra al desvalido ser con su mirada de cachondo. Lo hace para quitarle hierro a la situación, para que el animalillo se sienta más tranquilo. El efecto, evidentemente, es el contrario.
- Señor Luengas – junta sus palmas y apoya sus labios sobre ellas - ¿Es usted consciente de que ha muerto?.
Armando Luengas es imbécil, pero incluso él se lo ha llegado a sospechar.
- Esto no tiene sentido. – acierta a decir.
- ¡Oh!, sí que lo tiene. Se lo aseguro – Quevedo asiente con énfasis.
Sin dejar de mirar al suelo y tartamudeando logra articular entre sollozos.
- ¡Pero yo soy ateo!, esto no tiene sentido...
Las cejas de Francisco casi le saltan de la frente. Se encoge de hombros en un “¡qué se le va a hacer!”, y se levanta del sillón. Vuelve a darle otra bofetada.
- Nos estamos repitiendo – asegura el escritor.
Por segunda vez, Armando se vuelve a arrastrar hacia su sitio.
- Bien, le guste o no, está usted muerto y además... Le preguntaría si sabe donde está, pero me duele la mano. Se lo diré sin rodeos. Esto es el Infierno. – Quevedo está apoyado en la mesa y le da dos palmaditas de ánimo en la espalda.
- ¿Qué me va a pasar? – pregunta Armando.
- Vamos progresando. Veo que va aceptando la realidad. Le daré una buena noticia: usted todavía no ha sido juzgado, por lo que su estancia aquí no es necesariamente permanente. – le sonríe, al fin y al cabo le ha dado una buena nueva.
- ¡Yo no he hecho nada!. No merecía morir. ¿Quién es Dios para juzgarme?. Como todos los grandes es un abusón.
Quevedo está más divertido que indignado ante el aluvión de blasfemias.
- Por cierto, - le dice, como quien no quiere la cosa – puntualicemos una serie de asuntos. Punto uno: cierto, esto no se considera definitivo hasta que se dicte sentencia. Punto dos : yo llevo aquí trescientos... – Francisco se turba un poco por que es incapaz de recordar el pico exacto de años, así como otros aspectos de su vida - ... y muchos años. Te recuerdo – expande una sonrisa beatífica – que tú acabas de llegar y que yo todavía no he sido juzgado. Punto tres: Dios sólo te juzgará en el Juicio Final
si la causa llega tan arriba, de momento te tendrás que conformar con algo más modesto. Por supuesto que puedes apelar al Supremo, pero si las pruebas son claras en el Juzgado de primera instancia, no creas que van a cambiar mucho las cosas en las siguientes.
Don Francisco le hace señas para que le acompañe. Al llegar al portal no abre la puerta principal, si no que desliza un muro lateral. Una vez que la vista se acomoda al nuevo paisaje, los olores de la campiña embargan los pulmones de Armando. En un cruce de caminos, ¡como no!, hay un diablillo apostado sobre un tronco.
- ¡Buenos días Alguacil! – dice el siervo de Satán.
- ¡Qué te posean tres barberos, diez boticarios y un procurador!. ¿Qué tal andamos de la próstata, Azrael?.
- Mejor que tu cojera.
A lo lejos, entre los arbustos, un niño de tres años les observa con mirada pícara. Decide aproximarse a los adultos. Armando ve a la criatura con harapos y su rostro desvalido.
- Sois unos monstruos. ¿Qué mal puede hacer una criatura así para tenerla en este lugar?.
Azrael y Quevedo ignoran su comentario. Por un sendero aparece también una procesión extraña de individuos que presentan un aspecto de lo más variopinto por ser una mezcolanza de épocas y fisonomías. La comitiva se detiene junto al tronco y el niño se abraza a las piernas de Armando. El señor Luengas se conmueve.
- Bueno – dice Azrael – es hora de que vayamos al Palacio de Justicia. Don Armando va a ser juzgado.
Francisco se levanta de un salto.
- ¡Pardiez!, acaba de llegar y ya le sobreviene el juicio. ¿A mi me retenéis más de tres siglos por pura incompetencia?.
- No me líes, don Francisco. Un juicio es algo muy serio. El acusado ha de tener clara la biografía de su vida para que nada escape de la balanza. – Azrael se pone también en pie. – De verdad te lo digo: Yo no hago las reglas, si tienes alguna queja ya sabes quien es el dueño de la empresa. ¡Si ni siquiera sabes cuando ni como te sobrevino la muerte!.
El color de los mofletes del autor del Buscón se torna rojizo, sus ojos se empequeñecen en dos desdeñosas líneas de inmenso cabreo.
- Tengo algunos problemillas, pero sé cuando morí y casi por que. Fue en Venecia, me quemaron cuando se descubrió mi misión.
- Tu misión fue en tiempos de Felipe III, ¿Quien escribió el Memorial que tanto “agradó” a don Gaspar de Guzmán Acebedo Zúñiga?... Esto fue con Felipe IV.
Quevedo está bloqueado, no sabe que decir. Lleva tres siglos y medio presumiendo de su ascendencia sobre el Conde-Duque. Que si don Gaspar y él hicieron esto, lo otro, que si su “Política de Dios, gobierno de Cristo” hace honor al gran hombre. Ahora tiene destellos de situaciones que creía que no constaban en el recuerdo. Le parece verse a si mismo pidiéndole clemencia al todopoderoso Conde-Duque de Olivares y se le hiela la sangre al escuchar las palabras de éste:
- ¡“He de verte morir entre cadenas, miserable”!
- Bueno, ya veremos que podemos hacer – le dice Azrael.
El niño sigue abrazado a los pies de Armando. La comitiva procesionaria, don Francisco y el diablillo se ponen en marcha. El señor Luengas supone que tiene que seguirlos. Aparta a la criatura, y cuando va a dar el primer paso se cae de bruces rompiéndose los dientes. En el infierno todo se regenera pero es tan doloroso como su destrucción. Vuelve a ponerse en pie y observa como el niño tiene una sonrisa de oreja a oreja. Es una mueca desproporcionada, como si fuera un dibujo animado. Cuando va a intentar andar, descubre tarde que el “angelito” le ha atado los cordones de los zapatos. Recién reconstruidos, sus piños vuelven a esparcirse por el suelo. ¡Ah, el Infierno, el lugar del eterno sufrimiento!.
Es presa de un ataque de ira y cuando se libera, lo primero que hace es darle un patadón al niño que lo envía a mitad de la procesión. Los integrantes de la misma le miran como si fuera el ser más despreciable del universo. ¡Golpear a un niño tan pequeño e indefenso!. Durante el resto del trayecto tendrá que soportar el gesto acusador de todos.
Los llantos del niño resuenan como la Legión que JC introdujo en la piara de cerdos antes de que se despeñaran. Al reclamo de los lloros apareció lo que los presentes identificaron como su padre. Un gorila de rostro humano y tres metros de estatura se acercó dando brincos. Su mandíbula inferior sobresalía y le daba un aspecto entre gracioso y terrorífico. ¿Qué se siente cuando tu cabeza es introducida de un solo golpe a través de tu cuerpo y aparece por el ano?. Armando Luengas lo supo; no hay dolor ni tortura que lo iguale ( puesto que en condiciones normales te mata). La autoreconstrucción de su organismo fue igual de horrenda, pero por lo menos ya sabía lo que el término “espantoso dolor” quiere decir y le pilló menos de sorpresa. El gorila cogió en brazos a su retoño y desapareció dando brincos por donde había venido.
En el Palacio de Justicia se dirigen a los archivos. Azrael habla a solas con un administrativo y señala a Quevedo.
- Me han dicho que usted ya está preparado para ser juzgado. Permítame que le diga, y en esto tengo experiencia, que lo dudo. – tiene la típica y falsa sonrisa de funcionario curtido.
- Buenos días, caballero, mi nombre es don Francisco de Quevedo y Villegas. Soy Caballero de Santiago y he sido un eficiente funcionario Real, amén de escritor de sumo prestigio. Por razones de educación y nacimiento y al no ser mi madre una ramera, acostumbro a presentarme antes de entablar conversación.
El funcionario hace caso omiso del “velado” insulto y replica:
- Mientras se celebra el juicio de don Armando Luengas iré a por su expediente. Yo mismo soy su responsable y aunque no he sido funcionario de reyes, presumo de ser un escribano capaz.
Quevedo se lo imagina pensando: “ a mi me da igual, yo a las dos me voy a comer y si alguien viene a molestarme a la hora del almuerzo que hable con los sindicatos”. Escribanos, ¡bah!, son iguales en todos los sitios y épocas. Duda incluso, que aquellos que gestionen las Puertas de la Gloria, no estén hermanados con el resto.
- Por cierto – añade el escribano antes de que se marchen - . Cuidado al pasar por la Sala Primera. El Tribunal Superior de Justicia tiene que llevar el caso del plagio de Wolfgang y como don Francisco tiene ese paso tan desacompasado – le dirige una mirada resentida – podrían molestar al Gran Jefe.
La Sala Primera tiene las puertas abiertas a causa del calor. Un hombrecillo que responde al nombre de Salieri le interpela al acusado:
- ¡Lo sabía!. ¡Lo sabía!. Sabía que no podía ser tuyo. No se parece a ninguna otra de tus obras, ¡presumido engreído!. Mira que plagiarle el Réquiem al mismísimo Lucifer. – se frota las manos de puro gozo, aunque el mismo no esté menos condenado.
Por la puerta lateral y luminiscente entra el Demandante, Juez y Acusador de Mozart. El Ángel de la Luz está rodeado de unos Querubines voladores, que a modo de Guardia Pretoriana cantora, entonan con voz deslumbrante: “¡Rex!, tarán, tarán, tarán, ¡Rex!...”
En la sala que ha de juzgar a Armando no hay mucha expectación. El acusado es un mierda sin interés. Entre el escaso público se encuentra una vieja desdentada que hace que Quevedo de un respingo y masculle: “ que no me vea, por Dios, que no me vea”.
- ¡Yuuuju!, ¡Tesoro!- le saluda.
- “Me vio” – piensa Francisco.
Un Ujier vestido con levita azul lleva al acusado a su banquillo.
Por la puerta de la derecha penetra el jurado. Son los miembros de la extraña procesión que desgraciadamente han sido testigos de como el miserable ser, allí sentado, golpeaba a un niño indefenso. Quevedo sopla divertido y Azrael le enarca las cejas con complicidad, “empieza bien el tunante”.
Por la siniestra hace su entrada el Magistrado. Con un ruido estrepitoso se lleva la puerta y parte de la pared por delante. Con sus tres metros de estatura hace retumbar el pavimento y se limpia indiferente el polvo y cascotes que hay sobre sus hombros. Seguido de éste, ajustándose unas diminutas puñetas, entra el abogado de oficio ( a Armando nadie le ha dicho que podría llevar al suyo propio, en el Infierno hay muchos; más que en ninguna otra parte ). El defensor es el hijo del Juez; al ver al acusado se lleva sus manos a las posaderas y no sin resentimiento. Esta vez el silbido de don Francisco es audible por toda la sala, así como la risilla de Azrael.
- Aquí está todo el pescado vendido – le dice Azrael a Quevedo.
- ¡Ya te digo!.
- Vamos a los archivos a ver que hay de lo tuyo. Si no lo solucionamos, al menos podemos intentar cambiar tu oficio de orientador. No les das muy buena suerte a los recién llegados, ¿sabes?.
Cuando se personan en la sala de los expedientes, una señorita con cara de vinagre les espeta que don Arturo, el escribano, ha salido a almorzar.
- ¡No me lo puedo creer!. Me encuentro en la mayor de las estupefacciones. – exclama Quevedo con voz de falsete.
- Pues sí – dice ella, para la que la palabra ironía es desconocida – Nosotros también tenemos derecho a nuestro tiempo de descanso.
Poco rato después, oyen el mazo de la Justicia. Por curiosidad morbosa se asoman a ver. Por la puerta ven salir al jurado satisfecho de sí mismo, seguido por el gorila-juez y su hijo. En último lugar y caminado de forma cómica, aparece Armando. Su cabeza asoma por entre sus piernas y al ver a don Francisco y Azrael, se aleja de ellos como alma que lleva el Diablo.
- No te ofendas – le dice Azrael a Quevedo – Si el muchacho es rencorosillo, peor para él. No sabes hasta que punto es cierto el dicho de que hay que tener amigos hasta en el Infierno. En esto tengo experiencia y nadie se condena a nada que no se haya impuesto a sí mismo el propio acusado. – el diablillo hace un gesto despectivo y añade:
- Ese tío fue siempre gilipollas. Apelará al Tribunal Superior de Justicia y el Jefe le aumentará la pena por imbécil. Después apelará al Supremo y puede que con un poco de suerte, al Final de los Tiempos, lo envíen al Tártaro con Saturno y nos libremos de él. ¡Hoy por hoy nos traen a cualquiera! – suspira - . Por lo demás, ya sabes que aquí te encuentras como en casa.
Don Arturo, el escribano, regresa de su almuerzo. Hace un gesto con la cabeza para que se percaten de que les ha visto. Para darse importancia le dice a una administrativa:
- Leonor, reina, alcánzame el expediente de don Francisco.
- ¿Y porqué no lo coges tú, si lo tienes más cerca... rey? – Leonor le hace una mueca de infinito asco.
Don Arturo se tiene que joder y subirse, con vértigo extremo, a una insegura escalerilla. Antes vuelto a morir que reconocer su miedo a las alturas. Pálido, como un recién diagnosticado de cáncer, baja con el pliego temblándole entre las manos.
Se sienta en su mesa y les invita a los impacientes Quevedos y Azraeles a sentarse.
- Vamos a ver – hurga en los pliegos – Usted tiene problemas de memoria. Aquí, por si no lo sabe, los bloqueos físicos no tienen cabida, por lo cual, si no miente al no saber como murió ( con todo de extrema duda), la razón puede estribar en una psique con una portentosa habilidad para el autoengaño... – le señala con un sucio índice acusador.
Don Francisco piensa que lo que ha querido decir es: “ o usted miente, o bien... miente“
Quevedo, preso de ira, salta y de forma resuelta tras haberse llevado la mano al pomo de una inexistente espada declama:
- ¡No he de callar por más que con el dedo me señales o amenaces miedo...!
- Me conozco su obra – le interrumpe – Nadie me gana a realizar concienzudos y metódicos expedientes.
- ¡Pues dígame como diantre y porqué estoy aquí, majadero, escribano de pacotilla!. ¡Vosotros sois peores que los alguaciles!. ¡Vosotros ponéis en letra impresa lo que jamás salió de nuestras bocas y hacéis que los cargos de cualquier pobre hombre se engorden por el puro placer de vuestra vanidad de escritores mediocres y frustrados!.
- Haré como que no le he escuchado. Yo mismo soy el único responsable de su expediente y soy muy competente. Le diré como murió y veremos como se traga sus impertinentes palabras.
Don Arturo rebusca en el expediente. Primero su sonrisa es de desdeñosa satisfacción y soberbia, pero poco a poco, un sudor frío va perlando su frente.
- Leonor – le dice a la administrativa con una voz que no le llega al cuello - ¿Tu no habrás cogido ningún papel del expediente de don Francisco?.
- Yo no cogería nada que hubieran tocado tus manos ni por diez ascensos y quinientos trienios. – le responde con un desdén indescriptible.
Quevedo frunce el ceño y respira con fuerza para hacer notar su mosqueo. Azrael interviene.
- Arturito – hace una grave pausa – Esto es muy serio. Puede suponer tu incapacidad.
- No-no sé que ... – Arturo se atraganta – Los teletipos decían que estaba muy enfermo en prisión... Leonor se paseaba por el despacho con esa minifalda y yo di por supuesto... Leonor llevaba una camisa muy ajustada y me despisté del informe final. Leonor...
- Si sigues intentando descargar tus responsabilidades en terceras personas sólo agravarás tu situación... – le dice Azrael sin rastro de diversión. Esto inquieta a don Arturo que sabe que el diablillo se toma a risa casi todo.
Don Francisco de Quevedo y Villegas no aguanta más. A pesar de que nota su pierna más pesada que de costumbre, se acerca al escribano y le agarra por el cuello con fuerza. Sus manos sangran de tanto apretar.

- ¡Don Francisco!.... ¡Don Francisco!. Por favor, suelte los barrotes, están herrumbrosos y se está haciendo sangre. – le dice un oficial.
- ¿Cómo? – desconcertado mira sus manos humedecidas por el fluir de sus cortes y ve los muros mohosos de su prisión. Sus piernas están llenas de llagas por el roce de los grilletes y su mala circulación. El cristal derecho de sus antiparras está quebrado, como su cuerpo. No es un hombre perfecto pero ahora es consciente de la crueldad y el rencor infinito que puede emanar de los poderosos. A sus enemigos siempre los trato con sorna, befa y desprecio, pero jamás les deseo un destino como el que el Conde-Duque le reservó desde su atalaya, sin el más mínimo rastro de compasión.
- Don Gaspar de Guzmán ha caído en desgracia ante el Rey. ¿Me oye don Francisco?. – le dice el oficial.
Quevedo está alelado, intenta asimilar su situación. Ha regresado de un viaje de siglos y lo que en un primer momento le parecía ajeno, se desploma sobre sus maltrechos hombros.
- ¿Me comprende?. El Conde-Duque ha sido depuesto. El presidente del Consejo de Castilla, su amigo don Juan de Chumacero ya ha hecho las gestiones para llevarle de vuelta a Madrid.


Dos años después de salir de los sótanos del Convento Real de San marcos de León, en el verano de 1645, en Villanueva de los Infantes, su sobrino, don Pedro de Alderete y Carrillo, le escuchó en su lecho de muerte:

“Me duele el habla,
me pesa la sombra. “
Al poco le oyó reír y se murió.


Quevedo apenas puede respirar y no ve el día de poner fin a su sufrimiento.
“Me duele el habla,
me pesa la sombra “ – Quevedo –
“pues si te sobra el alma,
aquí te la compran” – Azrael –

- ¿Qué haces aquí, embajador de incompetentes?. – se ríe Don Francisco.
- Fue un error sin importancia. Para que te sintieras como en casa – Azrael le guiña un ojo.



Vale.