22.11.06

EL TRANVIA

1950

Cuentan que al volver Unamuno de Nueva York le preguntaron:
- ¿Y qué, don Miguel?¿Qué le ha impresionado más de la ciudad?.
- Los tranvías.
- ... ¿Los tranvías?. Aquí tenemos también tranvías. ¿No son más majestuosos los rascacielos?¿la estatua de la libertad?... ¿los... tranvías?.- le interpelaban extrañados.
- Es que aquello era increíble, el tranviario no sólo iba sentado si no que también tenía una pequeña estufa a su lado.

Al parecer, en España los conductores de tranvía, además de ir de pie, en Enero se les helaba el moco.
La razón: ¿La diferencia tecnológica?. ¿La potente industria norteamericana?. No.
En España una de las lacras del trabajo se fundamenta en el hecho de confundir eficacia y eficiencia con jodido y amargado. Si un trabajador está hecho mierda e incómodo en su curro, nadie se preocupará por si produce, hace bien su labor, ni nada por el estilo. Cuando las condiciones son favorables, las herramientas cómodas y el entorno tiene una ergonomía razonable; la presunta falta de cara de fastidio será duramente sancionada por sus superiores. En prevención de esto, los gloriosos empresarios fabricantes de tranvías obviaron la colocación de asiento y calefacción.
No era con mala intención. Si no para que el currito se jodiera. Pero, ¡oiga!, de buen rollo. Todo por su bien, si el pobre tranviario fuera tranquilamente sentado y además caliente, la gente podría pensar que no está trabajando.
Sí, el resultado sería el mismo, cumpliría con su cometido y tal e incluso la empresa estatal se ahorraría bajas por enfermedad pero... En contra de lo que se piensa, el dinero no es lo más importante. Dar una imagen sufrida y jodida tiene mucho más glamour, es como más trabajo aunque el producto sea el mismo. ¡Dónde va a parar!.

Hoy las cosas han cambiado un poco aunque, ya sea en las sacro-santas administraciones del Estado, como en la empresa privada todavía quedan restos de aquello.
Conocí a un tipo, llamémosle Chancho, que trabajaba en una imprenta. Por las peculiaridades del trabajo había partes del proceso en las que no tenía que hacer otra cosa que esperar... De pie, fabricando varices. Pero que nadie piense mal. Si durante ese rato pudiera sentarse, su trabajo saldría igual y en apariencia los beneficios serían los mismos pero... ¿Y el placer escrotal del supervisor, que si puede sentarse, al observarlo?¿acaso la felicidad ajena no vale nada?. ¿Y los gastos médicos que genera?¿Tal vez los especialistas en cirugía vascular tienen que ver como sus niños mueren de hambre?. Y es que estoy convencido de que el generoso pueblo español se pasa la vida pensando en el bienestar ajeno.

En la construcción, la codicia ha podido más que el amor al prójimo. Lamentablemente ya no se usan sacos de cincuenta kilos, tienen que ser de veinticinco. ¿Lo han hecho porqué estaban hartos de tantas bajas por lumbalgias?. No, a las empresas no les importaba perder dinero ( siempre que el currito se jodiera ), si no por una perversa ley que les obliga.


En fin, y hablando en serio, peor que el afán de lucro de las empresas, que en sí mismo no es malo, es la cantidad de hijos de puta que pululan como nuestros hermanos por el planeta. En el caso de nuestra Iberia los pecados capitales son conocidos:
En una serie de TV, años atrás, titulada “los siete pecados capitales de España”, cuando le llegó el turno a la envidia hicieron un especial. Se nos mostraba lo siguiente (más o menos):

Hubo una vez un rey que harto de las disputas entre dos de sus súbditos decidió mediar. Uno de ellos era un retorcido cantinero que no paraba de quejarse de los impuestos y de el olor que emanaban los tintes del comercio textil de su vecino.
Al rey le caía mal el cantinero y decidió ser generoso, pero a la vez, darle menos que al más tranquilo y menos broncas, comerciante de tejidos.
- Acércate cantinero – dijo el rey – Estoy cansado de vuestras disputas. Pídeme lo que quieras para que te quedes tranquilo y dejes de dar la murga. Sólo hay una cosa que debes saber: Lo que te dé a ti, al comerciante se lo daré por duplicado. Palabra de rey – con lo que se comprometía a cumplir.
El cabrón ni siquiera se lo pensó:
- Majestad, hágase lo siguiente: Que me saquen un ojo, que me corten una pierna, que me amputen un brazo y se me arranque un testículo.


Sin comentarios.

16.11.06

SIN MUSAS

musas



SIN MUSAS
No había ligado tres versos ,
el aprendiz de poeta,
que comenzó su zozobra,
bloqueado y sin musas,
bien enredado entre dudas
por la palabra perfecta.
Descubrió que acaso sobra,
con transmitir una sombra
de lo que fue su tristeza.
para encontrar la razón,
por la que surge canción,
de una aparente torpeza.

AGRO
Una certeza y una duda,
mañana saldrá el sol
¿vendrá también la lluvia?


ME VOY
Derribé los muros cenicientos,
que separaban mi razón,
de aquellos mundos que son,
inaprensibles y distantes,
Por ello descubrí,
que si la perfecta locura,
me mece con soltura,
tendré que dejarte,
para encontrar mi fortuna,
entre universos errantes


HORMIFANTE
No cederé un paso,
ante el chantaje emitido.
por tus pechos henchidos
de fragancias y sexo.
Yo soy un gran macho,
yo soy el galán,
un sublime don Juan,
muy sensible a los hechos:
Si eres elefanta,
y yo soy hormigo,
al juntarnos los dos,
¿qué será nuestro hijo?



ILUMUNATI
Estremecedor impacto:
...¡La revelación!.
El crujido sordo,
cual nacido llanto,
que sin pedir permiso,
como un viento frío,
hoy te cuenta todo,
que las cosas son.
¡Iluminado!, dijo,
el envidioso necio,
como si no supiera el cielo,
que el mundo ha estallado,
en uno y mil pedazos,
siendo el justo precio,
por su perdición.
Prediqué en el suelo,
a las hormigas negras,
y lo que fue de ellas,
me lo guardo yo.
Te diré despacio,
que el secreto es bello,
si a través de ello,
mi fortuna crece,
como en estos años:
¡Desesperación!.

LA EVIDENCIA
No grites por hacerte oír
en una reunión de sordos.
No sufras por no hacer ver,
a los ciegos como topos.
Lo mismo ocurre en el mundo,
al explicar las evidencias,
que si solas no se ven,
con palabras no se acierta.

FILOSOFIA
Cansado de profundos pensamientos,
harto de sensibilidades supremas,
hallé para bien de mis penas,
la felicidad en la simpleza.
Decidí cortar los cimientos,
sobre los que se sustenta la razón,
y motivarme al buen son,
de las rutinas que empiezan,
por saborear los momentos,
de placeres mundanos,
como comer con las manos,
y rebosar de cerveza.

ESOS LOCOS BAJITOS
Era un niño repelente,
animal de pita voz,
que gritaba como hiena,
y jodíame la cena,
con un sadismo tan presente,
e inconsciencia tan atroz,
que reprimir asesinato,
para con el maldito niñato,
era desafío indecente,
a la Justicia de Dios.

¡Cuidado!, me dijo un santo,
no juzguéis con tal soltura,
pues si mantenéis la cordura,
tendréis que aceptar,
que si la bestia es el espanto,
es que sus padres lo son más.

Vale, yo le dije,
no culparé a la criatura,
de su jodida mala uva,
y me abstendré de matar ,
a tan perverso alfeñique.
Pero ahora, decidme:
Cuando esta alma pura,
se cansase de clavar,
el tenedor en mis carnes,
¿Podré acaso darles,
a sus paternas figuras,
un fino tajo sin más?

Manzanas traigo, saltó el santo,
y yo no dije nada,
cogí el cuchillo del plato,
y me dispuse a la caza.

6.11.06

EL RIO SERPIENTE

Anibal

“Cuando la piel de la serpiente se torne púrpura, serás libre de tus ataduras, vivirás para envejecer y contarán tus aventuras”
“¡Qué buen rollo! – le contestó el joven al augur de la montaña.”


Indalecio añoraba su fresca casa y los campos de su tierra. De los veinte que salieron de la aldea sólo quedan dos; Cámbil y él. No todos han muerto, muchos dieron media vuelta en cuanto vieron las montañas. No eran unos montes cualquiera, parecía que querían rozar el cielo y las ventiscas amenazaban con gritos de demonios. Varios miles de iberos iban en la expedición.
Los romanos se reían de las espadas hispanas. Indalecio pensaba que bien usadas eran la perfecta máquina de picar carne. En no pocas ocasiones se lo han demostrado tanto a éstos como a púnicos, pero parece que para aquellos bárbaros, el tamaño es lo importante. Su arma es corta en comparación con las espadas tipo griego que llevan otros ejércitos. La falcata no es muy impresionante: su filo y punta hablan por ella en el campo de batalla.
Indalecio y Cámbil estaban encuadrados en la infantería ligera ibera. Su ascendencia celta se mezcla con la antigua civilización, la que dominó el mediterráneo antes de que llegaran los Keltois, Aqueos, Latinos y otros; allá en la noche de los tiempos. En este caso, los viejos ancestros pesan más que los nuevos y toman partido por los vetustos descendientes de Fenicia.
Realmente el futuro de Indalecio y Cámbil era oscuro en su aldea Ilegerte. Al margen de la pérdida de las concesiones comerciales que tenía su familia en Masilia, las desgracias nunca vienen solas. El tío del niño bien, Mandonio “el chulo”, era el mandamás. Mal asunto para Indalecio hacerse con los favores de Lidia y menos si Mandonio se cruza por el medio. En el fondo todas la mujeres se acaban deslumbrando por el poder, fue preferible buscar problemas lejos de casa que malos rollos en propia tierra.


- ¿Nos quedan pieles? – le preguntó Cámbil.
- Alguna.
Las protecciones de los jóvenes dejaban bastante que desear. La cota de malla que consiguieron en la tierra de los ligures se la tuvieron que repartir entre los dos; solo les cubría hasta un palmo por encima del ombligo. Menos era nada. Los mimados de Aníbal, su infantería pesada, habían arramblado con casi todo el armamento incautado a los romanos en el lago Trasimeno, Tesino, Trebia, etc.
Con piel de liebre curtida se fabricaron unas grebas en condiciones para espinillas y codos. La túnica púrpura, ahora entre marrón y ¿verde?, les daba aspecto de pordioseros . Cada uno llevaba un yelmo distinto. Indalecio tenía un casco cónico de los romanos y Cámbil una soberbia pieza gala, más ornamental que cómoda.
Su orgullo eran las espadas, con su curvatura característica y punta mortal. Con las griegas y celtas que tanto gustaban a otros ejércitos tenías que formar un arco para asestar mandobles. La espada hispana permitía un movimiento perpendicular al cuerpo. Bastaba alargar el brazo para herir al enemigo. Poco a poco, los pinchazos van mermando la fuerza del oponente. Otra ventaja es que podía ser usada en orden muy cerrado al no necesitar espacio para maniobrarla. En cualquier caso, si las estocadas eran certeras, el enemigo iba servido; se desmayaría por pérdida de sangre, o moriría de infección después.
Varanto era un hondero gigantesco. Lanzaba los glandes de plomo más lejos que nadie y con precisión mortal. Indalecio nunca lo pudo tratar. Probablemente, el coloso no le perdonó jamás que le echara boñiga de elefante en el rancho durante el paso de las montañas.
Después de varias batallas y escaramuzas se notaba en el ambiente que se aproximaba algo grande. Se encaminaban al sureste de Italia, donde según los exploradores se estaban reuniendo no menos de ocho legiones. El aroma del Adriático llegaba hasta el campamento y las notas salobres del aire sólo podían anunciar una cosa: sangre.

- ¿Has visto a los mercenarios griegos que hablan con tu “amigo”? – le dice Cámbil mientras remueve el caldero.
- ¿Qué pasa? –se gira sin discreción un Indalecio de mirada risueña, pero debida a los nervios.
- ¡Chist!. Ten cuidado que nos están mirando. – le recrimina su amigo - . Varanto te tiene enfilado y estos griegos hacen cualquier cosa por dinero.
- Cámbil, eres muy aprensivo... – la ultima palabra es precedida de un gallo que la haría chistosa en otras circunstancias.
En ese momento, compañeros de la compañía hondera de Varanto pasan junto a éste y los “hijos de Alejandro”. Le sueltan no sé qué frase en su dialecto y rompen en estruendosas carcajadas.
- ¿Qué le habrán dicho? – le pregunta Indalecio a “el encías”, un turdetano de mil años que comparte cena con ellos.
- Creo que le han llamado come mierda – responde encogiéndose de hombros y recostándose de nuevo a la espera de que la pitanza esté lista. Sus cejas blancas muestran el símbolo de la indiferencia segundos antes de ponerse a roncar.
Cámbil extiende su labio inferior como diciendo: “ya te dije que Varanto no lo olvidaría”.
Indalecio empieza a sentirse preocupado. El jefe de los griegos, al que llaman Licaón, le mira con algo parecido al desprecio y la codicia. Le señala con el dedo y se lo pasa sádicamente por el cuello. Es la noche anterior a la batalla y el joven sabe que no va a pegar ojo.

Los árboles frutales son negros y producen miembros cercenados de mil víctimas. Corre por la vega con toda su alma, pero cada vez le cuesta más avanzar. Se ve a sí mismo a cuatro patas arrastrándose como si nadara. Sus perseguidores, a los que no logra vislumbrar, pero consciente de que Mandonio va con ellos, le están pisando los talones. Al llegar junto a un río, tan oscuro como la noche, le envuelve el pánico y la desesperación. Lidia está en la otra orilla, pero el es incapaz de cruzar.
- ¡Despierta de una vez! – grita un mostrenco al que reconoce como al lugarteniente de Maharbal.
Contra todo pronóstico, Indalecio se había dormido. Por un momento tiene miedo de haberse quedado frito en mitad de una guardia, pero recuerda que no se le había asignado ninguna.
- ¿Ocurre algo? – dice mirando a Cámbil, en la esperanza de que su expresión le de alguna pista. La cara de su compañero de fatigas es tan desconcertada como la suya.
- Tenéis que venir a la tienda de Aníbal. Ha habido problemas.
El oficial cartaginés no responde a ninguna de sus pesquisas. Cuando llegan al Estado Mayor sólo hay caras serias. De la tienda sale un oficial sangrando por la nariz. Indalecio y Cámbil prefieren no preguntar.
El gran general está de espaldas a ellos mirando un mapa trazado sobre una maloliente piel de carnero. Sin volverse, les dirige la palabra.
- Vosotros sois los ilegertes cultos, ¿Verdad? – les pregunta en griego.
- Bu-bueno, Indalecio ha viajado más que yo – responde Cámbil.
Aníbal se gira, su mirada es hosca y no ha tenido tiempo de cubrirse la cuenca vacía de su ojo.
“No le mires el ojo, - se dice Indalecio”. Es inútil, allí va directa su mirada.
Aníbal sonríe, e inmediatamente desciende en varios puntos la tensión acumulada por sus lugartenientes, que respiran al ver que el gran general recobra , si no el buen humor, al menos una expresión reconocible.
- Me han dicho que has estado varias veces en Masilia, que tu familia es comerciante.
- Sí, ahora no... - . Indalecio se siente estúpido, se supone que Aníbal no está interesado por la historia de su vida. Respira hondo y prosigue.
- He ido bastantes veces. Algunos años me ha acompañado mi amigo Cámbil.
- Indalecio habla más idiomas que yo – se apresura a decir su colega. El pobre Cámbil se imagina medio millón de misiones secretas tras las líneas enemigas y no quiere ser seleccionado.
- ¿Estáis informados de la situación?
- Sólo quedamos Cámbil y yo de nuestra aldea. El resto de nuestra compañía ilegerte no nos conoce mucho y evidentemente han elegido a otros de jefes. Estamos aquí para combatir donde nos digan.
El amigo de Indalecio asiente, con tal vez demasiado nerviosismo, para reafirmar lo dicho: “No somos nadie, de verdad, nosotros no somos nadie”.
El hijo de Amilcar Barca se frota su irritado ojo muerto y se mesa la barba. Los jóvenes piensan que la entrevista ha concluido.
- ¿Sabéis quien salía de aquí cuando habéis llegado?.
Los dos se encogen de hombros.
- Ese inútil era el oficial encargado de dirigir el centro de nuestro ejército. Se las daba de sabiondillo pero hoy hemos descubierto que no conoce una palabra de celta. Dice que los galos de por aquí hablan raro. ¿Vosotros entendéis a los celtas que hemos reclutado?.
Incapaz de tener lucidez para mentir, Indalecio asiente. Desde Masilia ( actual Marsella) ha tenido muchos tratos con los celtas del Norte de Italia.
- Os pondré al tanto. Nuestros espías en el campamento de los romanos nos han traído dos noticias. La una es mala, pero la otra no tanto. – les escruta con el ojo sano, como sopesando las dudas de otorgarles alguna responsabilidad a esos dos.
- Por un lado, las fuerzas acantonadas junto al rió Aufidus que se dirigen a Cannae, se acercan a las ochenta mil. – Suelta Aníbal. Cámbil muestra una enorme sonrisa producto de un espasmo en el nervio trigémino. – Por otra parte, en las deliberaciones de quien tomará el mando ha sido elegido el Cónsul Terencio Varrón. Si no me fallan mis informadores es un bocazas presuntuoso. Ni siquiera se han dignado a trazar un plan. El Cónsul confía en su aplastante superioridad de tres a uno para machacarnos. Más peligroso es el segundo al mando, el Cónsul Paulo Emilio. En fin, esos detalles no os interesan... Sabéis que nuestras fuerzas son escasas, por lo que tengo que intercalar iberos y celtas en la infantería ligera. Vosotros seréis los encargados de comandar el centro del ejército. No tengo duda de que lo haréis bien. He dicho.

El Hércules que les llevó a la presencia de Aníbal tiene que dedicarles lo que queda de noche a familiarizarles con las señales de los abanderados y demás órdenes y maniobras que tendrán que transmitir al ejército ibero-celta.

En el campamento romano, el Cónsul Cayo Terencio Varrón se pavonea ante los legados y oficiales.
- ¡Como el puño de Júpiter!. Avanzaremos como un solo hombre y machacaremos al ejército de Aníbal. Sólo tienen veinticinco mil hombres. ¡Ja!, casi me dan ganas de mandar a casa a la mitad de mis ochenta mil legionarios, me siento culpable. – Varrón camina por la sala con el brazo extendido y agitando el “puño penetrador”.
Su colega Paulo Emilio no comparte el optimismo del demagogo.
- ¿Porqué no aprovechamos mejor nuestra fuerza?. Podemos destinar a la mitad de nuestro ejercito para envolver al enemigo.
- ¿Tienes miedo a un choque frontal, Paulo?. Entiendo que viendo a tu mujer – hace gestos que simulan unos enormes pechos, causando la hilaridad de los oficiales - , te asusten las confrontaciones...
- Nuestra caballería es inferior...
- Pero nuestra infantería les triplica, ¡niña asustadiza!.
- “Sí, niña asustadiza, pero tu te quedas con cinco mil jinetes y a mí ala le dejas mil quinientos... – piensa Paulo.


Aníbal conoce el plan de batalla de los romanos. A Paulo Emilio le ha tocado comandar a la reducida caballería itálica en el ala derecha romana junto al río, sin escapatoria, mientras que Varrón llevará el grueso ecuestre en el otro extremo. La formación de la infantería será clásica. El típico rectángulo precedido por los vélites , seguido por los tres manípulos de triari, princeps y hastari. Varrón se propone golpear en el centro del ejército de Cartago y destruirlo.
Toma la decisión de darle a su hermano Asdrúbal más jinetes que los que se reserva a sí mismo. Por los datos que tiene sobre los dos Cónsules, el más peligroso es Paulo. Quiere asegurarse a toda costa de que en ningún caso obtendrá el mando. Por ello, su hermano llevará en su ala de caballería seis mil hombres para aniquilar a los mil quinientos de Paulo. Aníbal confía en Maharbal para que con cuatro mil se las entienda con los cinco mil de Varrón. Al fin y al cabo, éste hará honor a su estupidez y es menos inquietante que pueda seguir dirigiendo la batalla.
Aníbal es consciente de que la infantería ligera de iberos y celtas no podrá soportar mucho tiempo la embestida romana. Para ello les pondrá en formación convexa, como un semicírculo, con la esperanza de que cuando cedan estén en línea con la infantería pesada africana de los flancos. Por si acaso, dividirá a los mercenarios griegos en dos escuadras que refuercen los extremos del ejército, hay que evitar a toda costa ser flanqueados. Si todo va bien, podrán atacar los extremos de los romanos si la delgada línea púnica resiste y logran desbandar a la caballería.

Los ilegertes y resto de iberos miran con incredulidad los penachos de oficiales de Indalecio y Cámbil. A los celtas les da igual, van a matar romanos y eso es bueno. Los keltoi han encalado sus cabelleras y pintado sus cuerpos desnudos con dibujos rituales... Bueno, también alguna que otra obscenidad e imágenes jocosas como una loba con el rabo entre las piernas.
Cámbil e Indalecio están tranquilos por que más miedo que a la batalla les inquietaban los griegos; se han enterado que han sido destinados a los flancos, lejos del centro.
Las órdenes de los abanderados son interpretadas con precisión. Indica a los tambores que marquen marcha en el centro y media marcha en los extremos ibero-celtas hasta formar un semicírculo que apunta al fabuloso ejército romano que tienen en frente.
Con mirada y voz marcial van avanzando. Indalecio ve que Cámbil ha puesto cara de espanto. Siguiendo su mirada que va de un lado a otro de todo el ejército, se da cuenta de que los mercenarios griegos situados en la vanguardia de los flancos de infantería pesada, se quieren acercar con disimulo hacia el centro.
Por instinto, ordena media marcha. La línea semicircular se ha convertido en recta al pretender quedarse atrás de los hombres de Licaón, el jefe de los mercenarios.
Los abanderados le hacen señas imperiosas de que avance más rápido, se está rezagando mucho y todavía no han chocado con los romanos. Los griegos se apresuran, cuando entablen batalla va a ser muy difícil acercarse a los ilegertes y su recompensa. Las señales gritan “Adelante imbécil”, pero Indalecio dice “alto”.
Ahora la infantería tiene forma de semicírculo pero que en vez de apuntar a los romanos, se hunde hacia retaguardia. Los hombres de Varrón, exaltados, avanzan a la carrera hacia el centro cartaginés, creen que les tienen miedo a ellos. Han pasado por encima de sus vélites; sin dejarles actuar, tienen prisa por machacar al enemigo.

En la batalla, Indalecio y Cámbil se encuentran más tranquilos. El choque es brutal pero iberos y celtas no son mancos. No obstante, los mercenarios no se dan por vencidos. Los romanos han entrado dentro de la media luna que forman los cartagineses con la esperanza de partirla en dos. Los griegos arengan a la infantería pesada para que presionen con más fuerza al ver que se escapan sus presas. Golpeando en los flancos de las tropas romanas que se han introducido en la concavidad, van haciendo que los hijos de Rómulo tengan cada vez menos espacio para maniobrar. Indalecio no se fía y hace retroceder todavía más al centro.
Los princeps se sienten pletóricos, creen que de un momento a otra van a huir. Sin pretenderlo se han colocado en el interior de una delgada letra V invertida, cuyo vértice son Cámbil e Indalecio y sus extremos la infantería africana en la que también están los mercenarios de Licaón. La presión de la infantería pesada en los flancos hace que no puedan usar las espadas con comodidad. por el contrario, las tropas iberas, que no están dispuestas a retroceder más , lanzan estocadas con sus manejables y cortas falcatas picando sin piedad a unos romanos que empiezan a mosquearse por su situación.
Aunque la superioridad numérica romana es aplastante, la mayor parte de las tropas están inutilizadas en el centro, y las que están en contacto con los iberos no son eficaces con sus espadones.

Asdrúbal ha aniquilado a la caballería de Paulo Emilio. El pobre Cónsul yace degollado junto al río. En el otro extremo, la caballería que dirigen Maharbal y el propio Aníbal lo ha tenido más difícil al enfrentarse a una fuerza mayor. En cualquier caso, el Cónsul Terencio Varrón sufre un ataque de pánico y huye, haciendo cundir el pánico entre sus caballeros. Cuando Aníbal se vuelve hacia donde supone que tiene que estar el choque de infantería, no puede salir de su asombro.
Aníbal esperaba que las tropas celto-iberas hubieran retrocedido un poco. El ejército envuelve casi por completo a los romanos y lejos de desvanecerse permanecen firmes. Ve como su hermano Asdrúbal y sus jinetes han desmontado y arremeten pie a tierra contra la retaguardia de los romanos. Aníbal se les suma, el círculo está cerrado, las tropas de Varrón están completamente rodeadas. Los hastari, la defensa trasera de los romanos, está compuesta en su mayoría por los menos preparados y ancianos. Son aniquilados sin piedad.
La tenaza inutiliza por completo al enemigo, a partir de ese momento todo se centra en una concienzuda y sistemática destrucción del mismo. Es como tener a las víctimas atadas alrededor de un poste y poder trocearlas a placer.
El cinturón que estrangula a los infelices parece tener vida propia. Cuando los griegos van pivotando por un lado hacia Indalecio y Cámbil, éste se mueve hacia el otro. Menos mal que los dos cuerpos mercenarios no están en línea visual y no se coordinan.
El movimiento les ha llevado ha introducir una parte de la matanza en el rió. Trepan sobre los cadáveres para acceder al centro de los enemigos que esperan con resignación la muerte. Es como pelar a una cebolla picando sistemáticamente cada una de sus capas. La cantidad de sangre y vísceras hace que Indalecio se resbale. Levanta la vista y ve que Cámbil tiene el rostro reventado, Varanto le ha lanzado un glande de plomo con fuerza mortal. Quiere correr a vengarse de su amigo pero vuelve a perder el equilibrio y cae en el rió Aufidus que está completamente rojo por la sangre romana.
La corriente le arrastra cerca de la desembocadura. Allí queda sin sentido.

En un lecho de flores Lidia le acaricia el pelo. Su rostro ocupa todo el campo de visión. La amada sonríe, pero algo ha cambiado: a la bella jovencita le falta un ojo.
- ¡Despierta ilegerte! –
Desde lo alto, Aníbal, el victorioso líder de Cartago le observa con diversión. Ya recuperado del susto, el general le lleva a un lugar apartado entre la espesura. Indalecio cree que le va a ejecutar personalmente.
- Mis oficiales me han dicho que no obedecías las órdenes, que tenías miedo y te ibas rezagando.
- Puedo jurar que no tenía miedo a los romanos – contesta más muerto que vivo.
- Sí, eso es evidente, si fuera así no habríais resistido. ¿Qué es lo que ocurrió?.
Indalecio no tiene nada que perder, así que decide contarle el complot de Varanto para vengarse por la broma de la boñiga de elefante.
Aníbal sonríe. Se rasca la barba y rompe a reír. Al poco se para en seco y se dirige a Indalecio.
- Jamás en la historia un ejército tan inferior en número ha inflingido una derrota tan total al enemigo. Me conformaba con que aguantara mi infantería en una línea más o menos recta y , una vez vencida la caballería romana, ayudar por los flancos con la esperanza de tener una victoria parcial, o una derrota más o menos honrosa.
- Pues nos ha ido un poco mejor – aventura Indalecio.
- En efecto. Los escasos supervivientes romanos están convencidos de que todo estaba planeado. – Aníbal se mira distraído las heridas de sus brazos creando un silencio incómodo.
Pone cara de querer contar algo complicado y lo suelta.
- A los abanderados que transmitían las órdenes habrá que ... suprimirlos. No te preocupes, los griegos y Varanto también tendrán que eliminarse...
El aterrorizado Indalecio no tiene dudas de que sus horas están contadas.
Repentinamente, el tono conciliador de Aníbal se vuelve serio.
- ¡Escúchame!, yo ¡jamás!, ¡jamás! me atribuiría una gloria que no me pertenece. Lamentablemente además de por mi orgullo tengo que velar por el futuro de Cartago. Nadie que haya sido testigo de los motivos de la maniobra puede sobrevivir. El golpe de efecto es mortal para Roma y ahora me temerán más que a los infiernos. La única razón por la que te respetaré la vida se debe a que me pasaría el resto de la mía dudando si lo hice o no por despecho. Cogerás todo el oro que puedas cargar y volverás a tu tierra.
El viento agita los ropajes de ambos. Indalecio no se lo acaba de creer. Antes de partir, Aníbal tiene una última entrevista con él.
- Ilegerte, aunque cuentes tu historia nadie va a creerte, pero ten segura una cosa, si alguna vez llega a mis oídos el más leve rumor de algo que nadie conoce, te encontrarán mis emisarios y aniquilarán a todos los tuyos.


Cartago es ya un montón de ruinas y sus campos aledaños fueron cubiertos de sal para que nada volviera a crecer. Hace muchas décadas que Aníbal se suicidó y Roma va extendiendo de forma lenta pero inexorable lo que será el embrión de su imperio. Las legiones han adoptado una variante de la falcata romana como parte de su armamento, el conocido gladius hispaniensis. Algo aprendieron en Cannae de aquella máquina de picar carne.
En Masilia, una Octogenaria ilegerte que vive en una rica mansión, lejos de su tierra allende de los Pirineos, mezcla de refinado estilo griego y romano, les cuenta historias a sus biznietos sobre su fallecido esposo Indalecio; hace tantos años ya.
- ¡Anda ya bisa! –
Lucio es el mayor de sus biznietos. Se siente más romano que hispano-griego de Masilia. Ha ido en varias ocasiones a Roma y piensa trasladarse allí cuando crezca. Para él se trata de una ciudad invencible. Sólo los más pequeños abren la boca de admiración ante los cuentos de la bisabuela Lidia. “Sic transit gloria mundi”.