24.5.05

DE LA HISTORIA Y LA MISERIA


DE LA HISTORIA Y LA MISERIA

Retumban los cristales, ululan los vientos en el caserón. Ives Montpelier se acurruca en el camastro. Desde que murió Marie, las noches son frías, desde que le abandonó el servicio, nadie calienta la cama. A sus setenta años se encuentra débil y lleno de fantasmas, lleno del horror de su pasado. En el dormitorio, las sombras del dosel toman vida y adquieren formas; metáforas de sus miedos y certidumbres.
La naturaleza le obliga a ir al retrete. El suelo está tan frío como sus pies, por lo que no lo nota. La puerta del excusado está abierta, hay luna llena, pero prefiere tirar de yesca y encender el candil. El agujero del tablón tiene los bordes sucios, evidentemente no es óxido, es la vejez descuidada, es la podredumbre de su alma.
Un despeño diarreico, acompañado de espasmos, es ayudado por el ritmo de los truenos. Oye como la puerta del dormitorio se abre y unos pasos pesados y firmes se aproximan a su trono. El único lugar para huir sería el pozo al que expulsa sus detritus, pero no cabe, al menos todavía.
Al levantar la vista, se encuentra con un viejo conocido, un maldito demonio que debería haberse perdido en el olvido. Todavía puede reconocer la enorme mandíbula y esas simas que contienen sus ojos.
- Que mal te ha tratado el tiempo, Ives. Tenias mejor pinta cuando luchábamos contra los ingleses en las riberas del Potomac. - frunce el ceño con desagrado, la peste es insoportable.
Durante unos segundos siente desmayarse, querría estar a mil millas de aquí, finalmente dice:
- ¡Tuve miedo!, tenía diez y ocho años -. Los retorcijones le impiden seguir hablando, es una máquina de frutos hediondos, es una fosa séptica con patas.
- Ya sabes a que he venido, ¿verdad?.
- ¡¿No me ves?!, estoy enfermo - un redoble de intestinos lo corrobora.
- Pero afortunadamente no estás muerto, de momento. Helen está esperando abajo. Ya no somos jóvenes y a ti se te acaba el tiempo-. Le levanta en vilo y le limpia el trasero con el camisón. Se lo quita como quien descubre una escultura y le empuja sobre la cama.
- ¡Vístete, sabandija!, llevamos más de cincuenta años tras tu pista, te dije que te encontraríamos.
Le tiemblan unas piernas que servirían para estudiar anatomía. Se coloca los calzones al revés; vuelta a empezar. Los ecos de la guerra de las antiguas colonias de su Majestad británica, el rey Jorge , resuenan como las campanas de Saint Michel; la iglesia de su pueblo.

- Mi nombre es O´Sanders, Ian O´Sanders. - una cara extraña, de amplia sonrisa y con el mentón más grande jamás visto, irrumpe en su campo visual.
- ¿Oui?, ¿Que voulez-elle, Monsieur?. - Se sorprende Ives del asaltante que se le cruza en el camino. Hoy ha cazado tres liebres, lo lleva claro si piensa quitárselas.
- Lo siento - dice Ian en francés - , no quería asustarte. Vengo de América en misión oficial. El Coronel Krugger me envía al continente a reclutar mercenarios para nuestra causa. En el pueblo me dijeron que tenías buena puntería. - le examina con detenimiento - , pero si tienes miedo puedes quedarte en casita, quizás llegues a ser un porquero feliz.
Pudo haber dicho no, pero dijo sí. Ver mundo, salir del pueblo, la aventura y la riqueza. Ya durante el viaje había cosas mosqueantes en Ian. Le hablaba sobre lo uno, lo otro, los poderes ocultos, la magia, los ingleses, los iniciados, cosas. De los doscientos mercenarios que reforzarían el Regimiento de Krugger, él era el único con quién intimaba. A pesar de sus quince años, aparentaba alguno más. Tampoco iban a hacer muchas preguntas. Su madre dijo:
- Vete, vete antes de que vuelva tu padre, abandónanos ahora cobarde. ¡Con el trabajo que hay que hacer en la granja!. Vete con los impíos, con los renegados del rey vecino, con los sin Dios. ¡Escupo en mi vientre, mal hijo!.
Al llegar al Nuevo Mundo le extrañó que no arribaran a ningún puerto importante. Anclaron en una cala perdida y tomaron caminos que parecían rutas de tramperos o animales. El campamento estaba en la espesura de los Apalaches. Nunca fueron encuadrados en el ejercito regular de los rebeldes, nunca tomaron parte de batallas de renombre y, hasta los extraños últimos días, nunca vio ni de lejos a Washington ni a nadie de calidad. La explicación vino con la práctica, con el cometido de su Regimiento; el más irregular desde que las hordas Hunas asolaron Europa.

Tras la lluvia, los caminos son lodazales cuasi intransitables, una columna británica escolta a las mujeres e hijos de la oficialidad inglesa. La señora del Coronel Perkins mira de soslayo al joven y apuesto Teniente Kennet, le da un codazo a Linda Parks, la legítima del Comandante Parks.
- ¿A qué no sabes que sable me estoy tragando, querida?.
- Al Sargento Moods, lo sabe todo el cuartel. Tendrías que ser más discreta. - responde con suficiencia.
- No, no, no - mira con más descaro a un encarnado Teniente Kennet.
- ¡Zorra!, no pienso volver a hablarte en mi vida - finge una envidia que en el fondo es real.
- Te diré que debería estar en Lanceros en lugar de artillería. - se ríe sin disimulo.
- Te odio. - Lo dice en broma, pero es en serio.
El teniente ordena el alto. Hay demasiada maleza en mitad del camino que impide el paso de las carretas. La tropa está confiada, el territorio es controlado por Inglaterra y no es previsible que existan rebeldes. Kennet se coloca el paquete para poder lucirlo ante las pollitas mas jóvenes de la expedición. No puede aspirar a mayores ascensos, bastante suerte ha tenido con llegar a ser oficial; pero para ir más arriba necesitaría padrinos. No probará las mieles del alto mando, pero al menos joderá con sus mujeres. Se va aproximando hacia la reunión de conejitas y menea los muslos de forma que el vuelo de la casaca escarlata no oculte la regia protuberancia de sus pantalones blancos y ajustados. El Teniente nota como un mordisquito en la entrepierna, la cosa está a huevo para encandilar a las más modositas, incluso ve que la pequeña Beth abre la boca con asombro. En ese mismo momento se oyen varias detonaciones. Algo no va bien, en el instante que siente su mano empapada en sangre ve como la cabeza del portaestandarte Leeds estalla.
Por la pernera del pantalón circula el río tibio de sus fluidos junto con resto de las criadillas. Cuando el dolor empieza hacer presa, un tajo liberador de bayoneta le abre una sonrisa en el cuello. Todo son gritos, todo es horror. La señora Perkinns es asaltada por tres salvajes que bien pudieran ser tanto rebeldes como forajidos. No hay una uniformidad clara en los atacantes, salvo por la brutalidad. Ives tiene la adrenalina bullendo como un tambor a ritmo de carga. Está ciego de placer. Es su décimo asalto de este tipo y ya está acostumbrado a la rendición de sus víctimas. Cuando los que van a morir ven lo inevitable, parece que son ellos mismos los que por propia voluntad se dejan degollar.
- Venga perrita, estate quieta que no te puedo arrancar las enaguas.
- Mi tío Lord Cornwallis te asará vivo. - le inca las uñas en la cara.
- Así me gusta, que haya un poquito de diversión. - Ives está encendido.
Una garra gigantesca le aparta de su presa y lo estampa contra el suelo.
- Krugger, ven aquí - dice Ian.
Krugger e Ian hablan en voz baja, parecen acordar algo. En contra de lo habitual, dejan a tres casacas rojas con vida y arrancan los corazones de las víctimas. Como el resto del Regimiento se ha servido con lo suyo, no se preguntan por que han respetado a la chiquilla pariente de Lord Cornwallis.
En el campamento da comienzo un ritual que ya es asimilado como normal. Los corazones son cocidos y repartidos entre los doce “oficiales” del peculiar Regimiento. Krugger es el maestro de ceremonias, seguido por Ian O´Sanders y la “Capitana” Helen. Helen tiene pinta de putilla cara, pero pertenece a Krugger. A sus dieciocho años, Ives es Teniente de esta congregación.
Al llegar la noche, nota movimiento en la zona. Desde que el año pasado cayó Charleston, la moral de los patriotas, que rara vez encuentran, está muy baja; pero algo está cambiando. No sólo le pareció ver por este estercolero a Francis Marión, si no que si el oído no le falla:
- Jean Baptiste, no me fío ni de Washington, ni de Jefferson, ni de la mayoría de los colegas que guiarán las riendas de este país. - Le comenta Krugger a su interlocutor, ajeno a que la tienda de Ives está justo al lado. Ives piensa: “¡Jean Baptiste!. ¿Será el propio General Rochambeau?.
- No es culpa nuestra, Lafayette cree que lo haremos mejor en Francia. - muestra respeto a su superior en grado ( no en el militar, si no en otro grado...).
- No nos andemos con rodeos, sabes tan bien como yo que el Demiurgo sólo es complacido por la entropía. ¡La sangre, la sangre y la sangre es la fuente del poder!.- Se seca el sudor de su manchada calva con sus artríticos dedos y prosigue. - Nos quedan dos comuniones más para que los números cuadren. Pero tenemos que tener cuidado, hoy casi jodemos a la sobrinita de uno de los nuestros.
-Te refieres a Lord Cornwallis, supongo. - comenta el General Rochambeau con tranquilidad.
- Efectivamente, en pocos días, sentenciaréis la guerra: tú, tu Lafayette y ese rajado de Washington. Un correo de Lord Cornwallis, un aprendiz, nos da todos los detalles del ejército Británico. Si fuera necesario, el propio Lord dará órdenes inconexas a sus hombres para que ganéis la batalla. Yorktown será el fin del Imperio en la colonias. En fin, estoy decepcionado con los futuros “constructores” de estas tierras, cuando acabe esto, lo de Francia no puede fallar. - Krugger pone cara de haber terminado.
- Yo creo que es culpa de ese Franklin, que es muy purita... - es interrumpido por un imperativo gesto de hastío.
- No me interesa, nosotros haremos dos partidas más con nuestros iniciados, con lo que habremos obtenido el poder que América puede darnos. Espero verte en París. No hay tanto tiempo para prepararlo todo como crees. En menos de diez años , con la fuerza espiritual acumulada de los doce en los doce sacrificios, Francia marcará una nueva era. Los que diseñamos la arquitectura social, los nuevos constructores ordenaremos el mundo. - Suspira - Pero con sangre, Jean Baptiste, General de Rochambeau, con mucha sangre. Esta guerra ha sido una mierda, no llegamos a los treinta mil muertos ni borrachos en los siete años que llevamos de conflicto. Necesitamos centenares de miles, sólo en Francia. Son imprescindibles millones en Europa o si no todo se irá al traste. - Le coge la mano con algo parecido al cariño. - Mucha sangre, Jean, mucha sangre; no esta mierda.
Ives apenas entiende nada, y sin embargo forma parte de ello, es uno de los doce. Hablando de doce, el integrante femenino del grupo, Helen, acaba de entrar en su tienda. Helen pertenece a Krugger, todos lo saben. La muy golfa tiene una sonrisa que da miedo. Su mano se introduce por su pantalón y manosea a un Ives que siente una mezcla de gozo y miedo a ser descubierto. Helen suelta una carcajada que puede sentirse desde Boston y se va.

Ives camina al frente de su sección, meditabundo por lo que había escuchado hace unas semanas. Las últimas noticias cuentan que el ejercito franco-americano ha infligido una derrota total a los ingleses en Yorktown. La guerra está prácticamente ganada. Krugger les ha dado un mapa con el punto de encuentro para la próxima misión. Junto a la senda de una arroyuelo del río San James se encuentran con un indio Shawnee. Hace años, cuentan que los echaron más allá de los Apalaches, éste debe andar despistado. Les lanza una serie de gritos y mirando fijamente a Ives, ladra lo que bien podrían ser maldiciones. El soldado Muller le dispara un tiro a quemarropa, saca su machete y le arranca la cabellera después de desvalijarlo.
Están en Noviembre y la lluvia es helada, la mirada del indio la tiene incrustada en el cráneo y ver su pelo colgando del macuto de Muller no arregla las cosas. Cuando por fin llegan al punto de reunión, una columna de humo les anuncia que las otras secciones han empezado sin ellos. En una de las granjas se encuentra Krugger junto a Ian.
- ¡Venga Ives, no tenemos todo el día!- Grazna el Coronel.
En el suelo están los cadáveres desnudos de hombres, mujeres, niños y ancianos. El resto de la tropa se arroja al asalto contra los supervivientes, que horrorizados, tratan de huir. Cuatro soldados le han quitado los calzones a un granjero y le están cortando los testículos con un alambre. Cuando se los han arrancado, los meten en la boca a su hija de unos doce años y acto seguido la tiran al suelo levantándole la falda. El viejo Flinn ya tiene los pantalones en las botas y se abalanza frenético sobre ella. De una cuadra sale una joven con el rostro descompuesto, se sostiene el vientre ensangrentado con las manos y murmura: “ mi bebe, mi bebe”. Se oye un golpe sordo y por la ventana sale volando una masa informe: es el nasciturus de la joven, cuya manita se agarra con espasmos a su cordón umbilical.
Desde que llegó a América todo fue como en un sueño. No tiene otra idea de la guerra que la que aquí le han enseñado. De todos modos, algo no cuadra. Como quien despierta de una pesadilla se da cuenta de que no puede se normal que estén degollando a colonos. ¿Nadie lo ve?, esta vez no son casacas rojas, son americanos. Bueno, la mayoría de la veces tampoco, pero al menos eran los porteadores de suministros o gentes que tenían una vaga relación con los intereses de Su Majestad. A causa de lo escuchado entre el victorioso Rochambeau y Krugger, se siente cada vez más, como un peón en el que el surgimiento de nuevas Naciones, los bandos y las causas, son transcendidos por intereses que están más allá de la vista del común. El presunto enemigo y derrotado en Yorktown, Lord Cornwalis, es considerado por Krugger como uno de los suyos. No hay duda, es lo que dijo. Es más, no le dejó cepillarse a su sobrina y eso que ni Krugger ni Ian son nada, nada, pero que nada remilgados.
Fue como una revelación, tenía que escapar de todo esto. Aprovechando la confusión se fue separando del grupo e internándose en el bosque. Una manaza de la consistencia del acero le agarra por el cuello.
- ¿Dónde crees que vas, caballerete? - es la voz de Ian O´Sanders. - Nos quedan dos rituales más y necesitamos que los doce seamos los doce. ¿Entiendes?. No nos puedes abandonar ahora.
Lanza una patada hacia atrás al azar y hace diana en la pelotas de Ian. Ives consigue zafarse y huye como alma en pena.
- ¡Te encontraremos bastardo!. ¡Aunque te escondas en el fin de mundo!- grita agónicamente.


Ives baja las escaleras del caserón dando tumbos y seguido de Ian. Al salir al camino, un carruaje negro pero elegante espera en la entrada. Es obligado a subir y colocado entre dos caballeros, uno de los cuales tendrá la misma edad que él. Enfrente hay una señora con el pelo completamente cano. Helen le observa con los mismos ojos que cincuenta años atrás. Ella sostiene en la mano un periódico reciente: Octubre de 1833 , no se que de nuestro rey de Francia Luís Felipe que tal y tal, que si sufragio censitario Pascual. Helen le pone una nudosa mano en el muslo e Ives da un respingo.
- Ives, veo que te sigo impresionado. - su risa es idéntica a la de aquella noche.
Ian deja de dar instrucciones al postillón y sube al carruaje. Sus ojos son impenetrables, las arrugas potencian la dureza de sus facciones pudiéndose entrever la crueldad en su rostro.
Recuerda dos o tres altos por el camino. Cuando paraban en una fonda se las apañaban para custodiarlo continuamente incluso al anochecer. La humedad y el olor del Atlántico le sorprenden por la mañana. El traqueteo del vehículo ha cesado. A lo lejos oye los gritos de dos pastores saludándose o cagándose en sus muertos, vaya usted a saber. Por el acento deduce que se encuentra en las costas de bretaña.
- Hay que aprovechar la marea baja. - Dice en inglés el pasajero de su misma edad.
Descienden por una tortuosa senda hasta llegar al nivel del mar. Allí les espera un bote que les llevará a un falucho que se divisa a media milla.
El estreñimiento que ha conseguido tras sus diarreas, llega a su fin. Los calambres que siente son espantosos, las tripas suenan con ruiditos que hacen las delicias cómicas de los marineros que bogan en la barca. La diversión se acaba cuando pide permiso para evacuar, sencillamente no se ve capaz de aguantar más. Con desagrado le permiten desahogarse, pero actúa con tal rapidez que no pueden impedir que se ponga en cuclillas a sotavento, en la borda de estribor. La pasta liquida y fermentada impregna a todos los ocupantes. Los dos desconocidos que le acompañaron en el viaje, ponen cara de nadie. Helen abre los ojos con una furia impropia de su setentera edad e Ian crispa sus manos como controlándose para no estrangularlo. Los dos marineros, curtidos en los siete mares, se limitan a enjuagarse con agua de mar.

La embarcación llega a Inglaterra de noche. tiene la impresión de estar también en un lugar apartado. Después de vomitar repetidas veces, desembarcan en una playa que debe ser fondeadero de contrabandistas. Al menos se ven muchos lugareños, sin oficio ni beneficio, dando paseos con disimulo por la inmediaciones. El día es desapacible y una llovizna calabobos le va retorciendo los huesos. Avanzan hasta una caseta medio abandonada. Encienden dos faroles, uno lo dejan a la entrada y otro se lo llevan dentro. Vuelven a estar solos los cinco que iniciaron el viaje, aunque no se ha percatado de cuando les han abandonado los marineros que les trajeron.
En el interior de la caseta hay una mesa y cuatro sillas. Evidentemente él no tiene silla. Al despuntar el alba se oye el cloqueo de caballos. Una patrulla de su Majestad de la Unión Jack, el rey Guillermo IV les escoltará hasta su destino.
Le ponen una capucha en la cabeza y lo embarcan de cualquier manera en la trasera de un carromato, cubriéndolo con una manta. Pasan las horas y la humedad de un clima horrible le penetra en todas sus articulaciones. El dedo meñique del pie derecho no le duele, puede que por perderlo a los diez años al cortar leña. La garganta le pica horrores y sus ojos se ponen como tomates. Esto le resulta familiar, le recuerda un viaje que hizo a Londres años atrás. No hay duda, aunque no pueda verlo, se encuentran en esa maldita e insufrible ciudad de más de un millón de habitantes, hay que estar locos. Hollín, toneladas surgiendo de infinitas chimeneas y creando una niebla tan espesa, que no es necesario tener barriga para no verse las pelotas.

Pierde el conocimiento y despierta en una celda con las paredes de piedra. Debajo de su camastro hay una jarra de agua. Lo sabe, por que al despertar la ha tirado al suelo y se ha quebrado. Tiene una sed de mil demonios y retorcijones. En una esquina hay una especie de bacinilla, se aliviará allí.
El cerrojo suena como una maquinaria de guerra oxidada.
- Esto... Aquí es donde echamos la comida. - El agradable carcelero, sobrino de un bisonte cruzado con sapo cornudo se encoge de hombros y le sirve. Sale y le cierra la puerta.
Pasa el tiempo, semanas o quizá un mes. Ya se había acostumbrado al rancho y a sus arañas. El carcelero le conduce por una serie de corredores hasta una sala donde una serie de señores le están esperando. Son doce, a cuatro de ellos ya los conoce. Forman un semicírculo dejándole en el medio. El maestro de ceremonias es Ian O´Sanders y a su derecha se encuentra Helen. También reconoce a los dos caballeros que le acompañaron. Llevan extrañas vestimentas y le miran con ferocidad.
- Hace más de cincuenta años, por culpa de este traidor, dejamos un trabajo sin terminar - Ian utiliza un tono solemne -. Hoy restableceremos el equilibrio. No nos ha ido mal del todo, hemos hecho grandes cosas en Europa y sentado las bases de lo que va a ser su futuro. En cualquier caso, todos tenemos la convicción, de que si Ives Montpelier, el iniciado cobarde, hubiera terminado con su cometido, hoy el mundo entero sería regido con total dominio por nosotros. Hace sonar una campanilla y entran dos tipejos forzudos que lo dirigen a una especie de altar presidido por una serie de símbolos que le son familiares. Lo desnudan y lo amarran sobre la lápida.
- El corazón de este miserable restablecerá la simetría que se perdió en el ritual de las américas.
Se oyen ruidos fuera de la sala. Ian tiene el cuchillo levantado y mira con asombro a la tromba de soldados rojiblancos que penetra en la reunión.
- Dije que era la última vez que permitiría estas monstruosidades, Lord Grey.
Uno de los compañeros de viaje de Ives, Sir Charles Grey, señala al intruso con el dedo y le amenaza:
- ¡Cuidado Guillermo!, sabes que tu corona pende del hilo que nosotros manejamos.
Guillermo IV hace un gesto y la guardia desata a Ives y se lo llevan de allí.
- Estoy dispuesto a que todo se vaya al traste si te empeñas en realizar estos juegos en las dependencias de mi propio palacio. - El monarca le sostiene la mirada a su primer ministro. La conversación, en última instancia, no es con su Primer Ministro Grey, salvo como persona interpuesta con el Gran Maestre Ian O´Sanders. El pulso queda en tablas, a nadie le interesa un escándalo abierto, amén de los fusiles de la guardia, claro. Tendrán que esperar. El Ministro mira a su jefe y este le da su aprobación.
- Está bien, Guillermo, tu ganas. - dice Lord Grey.
- El pobre desgraciado que hemos visto gozará de la protección de mi familia. El rey gira sus talones y se dispone a abandonar la sala. En el último momento se vuelve y añade:
- Me ha parecido ver aquí al venerable Lafayette, el héroe que junto con Rochambeau y Washington nos jodió las colonias. ¿Porqué no te vas a tocarle las meninges a Francia?. ¿Porqué no medras para cambiar a Luís Felipe por...?. ¡Qué se yo!, otro Napoleón. - . El Marqués de Lafayette pone cara de asombro y preocupación. ¡Coño!, se dice el monarca, ¿habré acertado?.


Han pasado cinco años. Ives, a sus setenta y cinco, es jardinero de la joven y nueva reina de Gran Bretaña. Al otro lado del estrecho, una reunión de conjurados , que rozan en su mayoría la edad del chocheo, conspira.
- Bueno, tenemos un asunto pendiente. - A Ian O´Sanders le tiembla la mano.
- Va a ser difícil manejarla, esta reina niñata está muy unida a Lord Melbourne y como no es muy partidario de nosotros, ha dinamitado casi todo nuestro trabajo en las islas. No hay quién se acerque.
- ¡Leches!, si no podemos vengarnos de Ives, que no creo que vaya a vivir mucho más, al menos mi nieto podrá influir en Inglaterra cuando esta reina acabe su reinado. No creo que dure hasta el próximo siglo la reina esta... ¿Como se llama?.
- Victoria abuelo, se llama Victoria.

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